La segunda ola de “gobiernos progresistas» de América Latina: primero como tragedia, luego como farsa

La elección de Lula en Brasil y de Petro en Colombia en 2022 ha provocado un aumento del ruido tanto en los medios de comunicación como en los círculos de izquierda sobre una segunda «marea rosa» en América Latina. Se trata de una referencia a la ola de gobiernos llamados «progresistas» que estuvieron en el poder durante varios años en diferentes países del continente entre 1998-2015. Tal vez sea acertado que se describa a estos gobiernos como una marea «rosa», ya que sin duda distan mucho de ser de color rojo socialistas. Es necesario examinar el carácter de esa primera oleada, las razones que le permitieron durar tanto tiempo, por qué llegó a su fin y las diferentes condiciones a las que se enfrenta esta nueva oleada.

FUENTE ORIGINAL

De hecho, los gobiernos descritos por los medios de comunicación burgueses como, de una manera u otra, de ‘centro-izquierda’ han sido elegidos en Argentina (2019), Brasil (2022), Chile (2021), Colombia (2022) y México (2018). Son los cinco países más grandes de América Latina. A ellos podríamos añadir el efímero gobierno de Pedro Castillo en Perú (la sexta nación más poblada), Bolivia (2020) y Honduras (2021).

Se trata ciertamente de un cambio radical con respecto a los gobiernos abiertamente derechistas de Macri (Argentina), Bolsonaro (Brasil), Peña Nieto (México), Piñera (Chile) y los gobiernos golpistas de Honduras y Bolivia. Estos son también los principales países que componían el difunto «Grupo de Lima», una organización ad hoc creada en 2017 para llevar a cabo un cambio de régimen en Venezuela en nombre del imperialismo estadounidense.

A primera vista, parece un conjunto bastante poderoso. Algunos, como Jacobin, en su entusiasmo por estos gobiernos han llegado a decir que esta nueva ola será más fuerte que la primera. Sin embargo, como explicaremos, muchos de estos gobiernos no son en absoluto de izquierdas; varios incluyen a representantes abiertos de la clase dominante; y ninguno de ellos tiene un programa claro para desafiar al capitalismo.

Pero antes de entrar en materia, conviene analizar el carácter de la primera oleada de «gobiernos progresistas» y las razones de su caída.

La crisis de los 80

Durante la década de 1980, América Latina atravesó lo que se conoció como «la década perdida». Las causas inmediatas de la crisis tuvieron que ver con la crisis capitalista mundial de finales de los años setenta. La contracción de la economía mundial provocó el desplome de los precios del petróleo y otras materias primas, lo que afectó a las economías latinoamericanas que exportaban estos productos al mercado mundial. A esto se sumó la subida de los tipos de interés en los países capitalistas avanzados para luchar contra la inflación galopante que se había desarrollado durante la década de 1970. Esto hizo que los intereses de la deuda externa de América Latina, denominada en dólares, fueran mucho más caros.

Esta combinación de factores produjo una fuerte contracción económica en el conjunto del continente. El PIB se estancó en 1981 (creciendo un 0,8%), y se contrajo en 1982 (-0,3%) y 1983 (-1,9%). En términos per cápita, el PIB se contrajo un 9% entre 1980 y 1985. En 1982, México declaró el impago de su deuda externa, lo que provocó una crisis generalizada de la deuda en el continente. Los prestamistas extranjeros no estaban dispuestos a renegociar y exigieron la devolución de su dinero.

El único recurso que tenían los países latinoamericanos era el FMI, que intervino exigiendo la aplicación de brutales paquetes de austeridad, recortes masivos del gasto público y privatización de activos estatales, todo ello en nombre del pago de la deuda externa. Decenas de millones de personas fueron arrojadas a la pobreza mientras los gobiernos se veían obligados a pagar miles de millones de dólares a los acreedores imperialistas en el extranjero. En medio de una crisis brutal, se produjo una enorme transferencia de renta de los obreros y campesinos del continente a los banqueros parasitarios occidentales.

Las consecuencias sociales y políticas de la crisis se dejaron sentir en todo el continente: contribuyeron al fin de las dictaduras militares en Chile, Argentina y Brasil, debilitaron gravemente el gobierno del PRI en México y provocaron un levantamiento popular masivo en Venezuela en 1989.

Este fue el comienzo de lo que se conoció como «neoliberalismo». En realidad, se trataba de las políticas impuestas por el imperialismo y las oligarquías locales para hacer pagar a los trabajadores la crisis del capitalismo. A esto se sumó, a principios de los años 90, el proceso conocido como «globalización», es decir, la mayor explotación del mercado mundial por parte de las potencias imperialistas.

Los países latinoamericanos se vieron obligados a «abrir» sus economías, lo que supuso su mayor penetración por parte de las multinacionales extranjeras. En la práctica, los llamados acuerdos de libre comercio profundizaron la dominación de las economías de estos países por parte del imperialismo. Se derribaron las protecciones comerciales; se privatizó el sector estatal y se abrió a la inversión de las multinacionales; se suprimieron las protecciones laborales y medioambientales que había; se establecieron sistemas privados de pensiones.

Los países que fueron más lejos por esta senda fueron quizás Chile (donde el proceso se inició con la intervención de los «Chicago Boys» ultramonetaristas bajo el régimen sangriento de Pinochet) y en Perú (sobre todo durante la dictadura de Fujimori en los años noventa). Las multinacionales españolas desempeñaron un papel clave en este proceso, apoderándose de bancos, telecomunicaciones y gas. También se beneficiaron las multinacionales mineras británicas, canadienses y estadounidenses.

A finales de la década de 1990, el impacto total de estas políticas estaba a la vista de todos. Se produjo un aumento masivo de la pobreza y la pobreza extrema, abriéndose un enorme abismo de desigualdad en la distribución de los ingresos y una dominación cada vez mayor de estas naciones por parte el mercado capitalista mundial.

Levantamientos masivos

El escenario estaba preparado para levantamientos masivos de obreros y campesinos, que rápidamente adquirieron características insurreccionales. Ya en 1994 vimos el levantamiento zapatista en México, con su base entre los campesinos pobres de Chiapas, pero con un amplio apoyo y simpatía en todo el país.

Estas fueron las condiciones materiales, combinadas con los escándalos de corrupción, que condujeron a un descrédito masivo de todas las instituciones burguesas y a una apatía generalizada de los votantes. Según Latinbarómetro, sólo el 25% de la población de todo el continente estaba «satisfecha con la democracia» en 2001. Por primera vez, la proporción de quienes creen que «la democracia es mejor que cualquier otra forma de gobierno» cayó por debajo del 50% en toda la región (48% en 2001).

El impacto de la crisis del sudeste asiático de 1998 desencadenó finalmente un proceso de luchas y levantamientos de masas en todo el continente. El PIB per cápita cayó un 1,3% en 2001 y otro 2,3% en 2002.

El siglo XXI comenzó en América Latina con el levantamiento masivo de trabajadores y campesinos en Ecuador, que condujo al derrocamiento del odiado gobierno de Jamil Mahuad. Ya en 1997 las masas habían derrocado al presidente Abdalá Bucaram cuando, tras incumplir sus promesas electorales, pasó a aplicar un paquete de austeridad impuesto por el FMI. Durante el levantamiento del año 2000, se planteó la cuestión del poder. Las masas, dirigidas por las organizaciones indígenas y con el apoyo de los sindicatos obreros, crearon una Asamblea de los Pueblos y cerraron el parlamento burgués. Cuando el gobierno intentó utilizar al ejército, una parte se pasó al bando de las masas. Pero en el momento crucial, cuando las organizaciones de masas de obreros y campesinos tenían el poder en sus manos, sus dirigentes no actuaron.

En Bolivia se produjeron acontecimientos similares, empezando por la «guerra del agua» en Cochabamba en 1999-2000. En esa victoriosa lucha, la masa de trabajadores y campesinos desafió los intentos de privatización del agua mediante un levantamiento local. Se rompió así un ciclo de derrotas y desmoralización que se había instalado tras la derrota de los mineros en los años ochenta. Luego vinieron las dos «guerras del gas«, en febrero y octubre de 2003 y en mayo-junio de 2005.

Fueron verdaderos movimientos insurreccionales desencadenados en torno a la reivindicación de la nacionalización del gas. La masa de obreros y campesinos paralizó el país con bloqueos de carreteras y una poderosa huelga general. Los mineros marcharon sobre la capital armados con cartuchos de dinamita. Los edificios del gobierno fueron rodeados. Una vez más, el poderoso sindicato COB podría haber tomado el poder, e incluso habló de ello en sus propias declaraciones. Así, en octubre de 2003, después del derrocamiento de Goñi Sánchez de Losada, el ampliado nacional de la Central Obrera Boliviana llegó a la siguiente conclusión: “los obreros, campesinos, naciones oprimidas y clases medias empobrecidas no le arrebataron el poder a la clase dominante porque no cuentan aún con un partido revolucionario». Sin embargo, no consiguieron llevar la situación hasta su conclusión lógica, la toma del poder, ni en 2003, ni tampoco en 2005.

A finales de 2001 asistimos a otro levantamiento, esta vez en Argentina, que se conoció como el Argentinazo. Espontáneamente, espoleadas por la crisis económica y la corrida bancaria, las masas salieron a la calle y desafiaron el orden establecido. En pocas semanas, cinco gobiernos se sucedieron, incapaces de controlar el poderoso movimiento de masas. Se planteó la cuestión del poder, y las masas se organizaron en Asambleas Populares y en un enorme movimiento piquetero de trabajadores desempleados.

El levantamiento aquí no llegó tan lejos como antes en Ecuador y después en Bolivia, pero el potencial estaba ahí para que un movimiento revolucionario desafiara el poder de la clase dominante. Desgraciadamente, las organizaciones que se decían «trotskistas» en Argentina no plantearon claramente la cuestión del poder obrero. En su lugar, sólo plantearon consignas democráticas, como la convocatoria de una Asamblea Constituyente, que claramente no eran aplicables a una situación en la que ya existía una democracia burguesa en el país.

A estas insurrecciones hay que añadir también el Arequipazo en Perú en 2002, una huelga general masiva que derrotó la privatización de la electricidad en Arequipa; así como la comuna de Oaxaca en 2006 y el movimiento de masas contra el fraude electoral en México ese mismo año.

Subrayo la cuestión de estos levantamientos porque el proceso suele presentarse como la mera elección de gobiernos «progresistas» que luego procedieron a llevar a cabo reformas. En realidad, lo que había entonces era una explosión de ira acumulada contra las consecuencias sociales y económicas de las políticas ultraliberales (conocidas como «neoliberalismo») y las desacreditadas instituciones de la democracia burguesa. La masa de trabajadores y campesinos tomó el asunto en sus manos y planteó la cuestión del poder.

Fue la incapacidad de estos levantamientos de culminar en la toma del poder por parte de la clase trabajadora, debido a la debilidad de sus direcciones, lo que permitió luego el encarrilamiento y desvío del movimiento hacia el terreno electoral burgués, llevando a la elección de Néstor Kirchner (Argentina, 2003), Evo Morales (Bolivia, 2005) y Rafael Correa (Ecuador, 2006), entre otros. Una vez en el poder, el papel que desempeñaron estos gobiernos fue el de restaurar la legitimidad de las desacreditadas instituciones democrático-burguesas, cerrar por arriba el movimiento insurreccional de las masas desde abajo y restablecer cierto grado de equilibrio.

En el caso de Bolivia y Ecuador, las Asambleas Constituyentes desempeñaron un papel decisivo en este proceso de restauración de la legitimidad de las instituciones democrático-burguesas. Se redactaron nuevas constituciones, que contenían muchas palabras bonitas y grandilocuentes, incluso sobre el carácter «plurinacional» de estos países. A pesar de todos los cambios progresistas que se llevaron a cabo -y las reformas son siempre el subproducto de la revolución-, la propiedad capitalista permaneció intacta, y con ella la dominación imperialista y la opresión de los pueblos indígenas.

Venezuela

Los acontecimientos en Venezuela, por supuesto, formaron parte del mismo proceso general, pero siguieron líneas diferentes y tuvieron algunos rasgos distintivos específicos. La elección de Hugo Chávez en 1998 no fue tanto el inicio de un proceso como la consecuencia de cambios profundos en la conciencia de las masas que se remontaban al levantamiento del Caracazo de 1989, cuando Carlos Andrés Pérez aplicó un paquete de austeridad impuesto por el FMI. Miles de personas fueron masacradas cuando este levantamiento espontáneo de trabajadores, jóvenes y pobres urbanos fue brutalmente reprimido por el ejército y la policía. Ello provocó a su vez escisiones en el seno del ejército y la aparición de un grupo de oficiales bolivarianos, liderados por Chávez, que se opusieron a la represión e intentaron en dos ocasiones desencadenar un levantamiento cívico-militar en 1992.

Cuando Chávez llegó al poder en 1998 defendía un programa progresista limitado: acabar con la corrupción y utilizar la riqueza nacional del país (procedente principalmente del petróleo) para llevar a cabo programas sociales en beneficio de la mayoría pobre. En aquel momento, ni siquiera tenía un carácter explícitamente antiimperialista. Eso llegaría más tarde, en 2004.

Sin embargo, el intento de poner realmente en práctica ese limitado programa nacional democrático, en particular la reforma agraria y el control gubernamental de la industria petrolera estatal PDVSA con las leyes habilitantes de 2001, provocó la ira de la oligarquía capitalista y el imperialismo que decidieron derrocar al gobierno mediante un golpe de estado el 11 de abril de 2002.

Ese golpe fue derrotado en menos de 48h gracias a la irrupción de las masas en escena, que pusieron de su lado a una parte del ejército. Fue un hecho inédito en la historia de América Latina: un golpe militar, organizado por la oligarquía capitalista y el imperialismo derrotado por las masas en las calles. Esto aumentó enormemente la confianza de las masas en sus propias fuerzas.

A través de una serie de golpes y contragolpes, y mediante la participación activa de las masas, la «revolución bolivariana», como se la había llegado a conocer, fue impulsada hacia la izquierda, en una dirección cada vez más anticapitalista. La experiencia de las masas en la derrota del paro patronal y el saboteo de la economía de diciembre de 2002 a febrero de 2003 condujo a un movimiento de ocupaciones de fábricas. Se desarrolló una relación dinámica entre Chávez y las masas: cada uno empujaba al otro a ir más lejos.

En mayo de 2004, Chávez declaró el carácter antiimperialista de la revolución. En enero de 2005, decretó la nacionalización de Venepal, una fábrica de papel que había sido ocupada por sus trabajadores. Otras siguieron su ejemplo y se desarrolló un movimiento de control obrero. Más tarde, ese mismo mes, declaró que el objetivo de la revolución era el socialismo.

El movimiento por el control obrero no se limitó a las fábricas privadas abandonadas por sus patronos y luego nacionalizadas, sino que se extendió también a algunas de las principales empresas estatales del país, como CADAFE, ALCASA y otras. Con el respaldo del gobierno de Chávez, en octubre de 2005 se celebró en Caracas el primer encuentro latinoamericano de trabajadores de fábricas ocupadas. En 2008, el gigante siderúrgico SIDOR fue renacionalizado y puesto bajo una forma de control obrero.

Mientras tanto, los campesinos ocupaban los grandes latifundios con el respaldo de Chávez. Y en todo el país, las masas se habían estado organizando desde el principio de su gobierno en decenas de organizaciones: comités de tierra urbana, sindicatos clasistas, radios y televisoras comunitarias, etc..

Lejos de restablecer la legitimidad de las instituciones burguesas, este proceso iba en la dirección contraria, aunque con muchas contradicciones: es decir, reforzaba la participación directa de las masas en la vida política y económica del país. Chávez llegó a plantear la necesidad de «pulverizar el Estado burgués», aunque esto nunca llegó a ponerse en práctica. Esto fue lo que enfrentó a la Revolución venezolana con los llamados «gobiernos progresistas» de América Latina.

La situación en Brasil también tenía un carácter diferente. Aquí tuvimos la elección de Lula en 2002, a la cabeza del Partido de los Trabajadores, una organización que había sido creada como expresión política de la clase obrera en los días revolucionarios de la lucha contra la dictadura. Su elección reflejaba el deseo de cambio fundamental de las masas trabajadoras, los campesinos sin tierra y los pobres urbanos y rurales en general. Pero para entonces, Lula y la dirección del PT ya habían abandonado su pretensión original de defender la independencia de clase. Habían moderado sustancialmente su programa y estaban dispuestos a trabajar dentro del sistema. Desde el principio, su gobierno fue de unidad nacional y colaboración de clases.

El fin de los altos precios de las materias primas

Pero a pesar de las diferencias, todos estos gobiernos se beneficiaron de un factor común: un ciclo relativamente largo de altos precios de las materias primas, que duró la mayor parte de una década, y que terminó con el desplome de las materias primas a partir de 2014. Se pueden elaborar gráficos para el precio del petróleo , el gas natural, el zinc, el cobre, la soja , etc., que son las principales materias primas de exportación de los países sudamericanos, y todos muestran la misma imagen: un fuerte aumento del precio a partir de 2004-05, una caída en 2007-08 y, a continuación, una fuerte recuperación que duró hasta 2014-15.

Lo que algunos economistas burgueses describieron como «superciclo de las materias primas» fue impulsado en gran medida por la entrada de China en el mercado mundial, el desarrollo de su industria y, con ella, un apetito insaciable de materias primas y fuentes de energía. El último repunte tras la crisis mundial de 2007 se debió a las fuertes medidas keynesianas de gasto público adoptadas por China tras dicha crisis, que tuvieron un fuerte impacto en Sudamérica. En 2009, China se convirtió en el principal socio comercial de toda la región, desplazando a Estados Unidos.

Este ciclo de altos precios de las materias primas fue la base de la estabilidad de todos estos gobiernos «progresistas». Les dio cierto margen de maniobra para llevar a cabo ciertas reformas sociales sin cuestionar los límites del capitalismo. El aumento del nivel de vida y de los salarios les permitió mantener su popularidad estando en el poder.

Con la excepción de Venezuela, donde se hicieron incursiones en contra el derecho de propiedad privada capitalista, todos estos gobiernos se mantuvieron dentro de los límites del sistema. Aunque algunos de ellos hablaban de socialismo, en realidad se referían como mucho a la socialdemocracia, o más bien a tratar de suavizar las aristas más afiladas del capitalismo, preservando intactos sus cimientos. El único que se declaró abiertamente en contra del capitalismo fue Hugo Chávez. Pero incluso en Venezuela, el proceso nunca se completó, un hecho del que el propio Chávez se quejó amargamente justo antes de su muerte.

Ninguno de estos gobiernos cambió fundamentalmente el carácter de la acumulación de capital en la región, basada en la exportación de productos agrícolas, el saqueo de los recursos minerales y las fuentes de energía, y la explotación de mano de obra barata bajo la aplastante dominación del mercado mundial.

Entonces, como ahora, se insistía mucho en la idea de una «lucha contra el neoliberalismo», como si fuera posible gestionar el capitalismo de forma que beneficiara también a la masa de trabajadores y campesinos y no sólo a las acaudaladas élites capitalistas y a las multinacionales imperialistas. A medio y largo plazo, se demostró que eso era imposible. Pero durante un tiempo pareció funcionar.

Se propusieron todo tipo de ideas confusas, como la del «socialismo del siglo XXI«, o la del vicepresidente boliviano García Linera del «capitalismo andino-amazónico» como etapa necesaria de desarrollo antes de plantearse la tarea del socialismo. La primera, en boca de Dieterich era un galimatías confuso que combinaba idea de los socialistas utópicos con el reformismo más burdo, la segunda era simplemente un vulgar refrito de la teoría menchevique-estalinista de las dos etapas.

Todas estas ilusiones se vinieron abajo después de 2014, cuando la economía china se desaceleró bruscamente, poniendo fin al superciclo de las materias primas. Como la noche sigue al día, se demostró en la práctica la bancarrota de la idea de que el capitalismo (o el «neoliberalismo») puede ser domesticado, y todos estos gobiernos sufrieron derrotas electorales, fueron sustituidos de una forma u otra o cambiaron bruscamente de rumbo.

En noviembre de 2015, el derechista Macri ganó las elecciones en Argentina. En diciembre de 2015, el PSUV de Maduro fue derrotado en las elecciones a la Asamblea Nacional. En Bolivia, Evo Morales perdió el referéndum constitucional en febrero de 2016. En Ecuador, Lenín Moreno, candidato presidencial de Correa, tuvo que ir a una segunda vuelta de las elecciones presidenciales en 2017, y poco después rompió con su mentor y se alineó abiertamente con el imperialismo y la clase dominante. En Brasil, la candidata del PT Dilma Rousseff, que ganó por muy poco en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2014 con una campaña escorada a la izquierda, fue destituida en 2016, ya con una popularidad en niveles mínimos, en un proceso de juicio político iniciado por su propio vicepresidente burgués, Temer.

En Venezuela, formalmente, el PSUV se mantuvo en el poder, con Maduro sustituyendo a Chávez tras su muerte en 2013. La revolución bolivariana fue capaz de resistir varios intentos de la contrarrevolución respaldada por el imperialismo para derrocarla. La revolución había llegado muy lejos, tanto en términos de la conciencia de las masas como en relación a las conquistas materiales que habían logrado. Sin embargo, incluso aquí, tras la derrota electoral de diciembre de 2015 hubo un claro proceso de giro a la derecha. La burocracia se atrincheró en el poder; las masas fueron empujadas a fuera; y de manera lenta pero segura, se revirtieron las conquistas de la revolución. Se destruyó el control obrero. La tierra que había sido expropiada bajo Chávez y entregada a los campesinos fue devuelta a los terratenientes (antiguos y nuevos). Las empresas nacionalizadas fueron privatizadas. Todo el énfasis se puso en hacer las paces con la clase dominante, manteniendo al PSUV en el poder.

En 2018, el gobierno de Maduro introdujo un paquete monetarista de medidas económicas antiobreras, que hizo recaer sobre los trabajadores el peso de la crisis económica. Se destruyó la contratación colectiva y, con ella, los derechos y condiciones adquiridos por los trabajadores. Activistas sindicales y obreros que se organizaron para resistir estas medidas fueron encarcelados. Quedó muy poco del espíritu revolucionario del chavismo, y la mayor parte de lo que queda existe en resistencia al gobierno de Maduro.

El anuncio prematuro de la «muerte de la izquierda”

Esto llevó a muchos a caer en un profundo pesimismo, argumentando que las masas en América Latina habían «girado a la derecha», y declararon que había comenzado una nueva «ola conservadora», que estaba destinada a durar años. Algunos llegaron a afirmar que el fascismo había llegado al poder en Brasil con la elección de Bolsonaro.

En marzo de 2016, el político mexicano Jorge Castañeda (que pasó de miembro del Partido Comunista a ministro en el reaccionario gobierno de Vicente Fox Quesada) publicó una columna en The New York Times bajo el título «La muerte de la izquierda latinoamericana». Basándose en las derrotas electorales del kirchnerismo en Argentina y del PSUV en Venezuela, Castañeda decretaba la «muerte» -atención a esto: no el declive, ni el retroceso, sino la muerte- ¡de la izquierda latinoamericana!

Nada más lejos de la realidad. Lo que experimentamos no fue un aumento significativo del apoyo a los partidos políticos de derechas, sino lo que puede describirse más precisamente como un colapso del apoyo a los gobiernos «progresistas» que habían estado en el poder y que ahora se enfrentaban a la gestión de la crisis del capitalismo. De hecho, estos acontecimientos fueron el resultado de la incapacidad de las políticas del «antineoliberalismo» para resolver los problemas fundamentales a los que se enfrentan las masas de estos países.

Esto provocó confusión y desmoralización en una parte de las masas. Pero las condiciones materiales concretas las empujaron de nuevo a la acción. Los nuevos gobiernos de derecha electos fueron incapaces de llevar a cabo sus políticas por completo, y se enfrentaron a la oposición de masas desde el principio. Este fue el caso de Macri, Bolsonaro, Lenín Moreno, etc.

Quizás el caso más claro sea el del Gobierno de Macri en Argentina. Cuando intentó aplicar el ataque a las pensiones en diciembre de 2017, se encontró con una enorme ola de protestas y enfrentamientos que le hicieron abandonar la idea de aplicar la contrarreforma laboral. El gobierno de Macri enfrentó cinco huelgas generales y, de no haber sido por las elecciones de octubre de 2019, es posible que hubiera terminado siendo derrocado por un levantamiento revolucionario.

En el contexto de la crisis capitalista, los gobiernos abiertamente derechistas y proimperialistas que sustituyeron a los gobiernos «progresistas» fueron incapaces de cosechar legitimidad alguna. Al contrario, su llegada al poder preparó el camino para otra oleada de movimientos insurreccionales en todo el continente.

A partir de 2019, lo que vimos no fue una «ola conservadora», sino insurrecciones masivas en un país tras otro. En Haití, hubo un movimiento revolucionario de masas que duró varios meses. En Puerto Rico, en julio de 2019, vimos protestas masivas que paralizaron la isla y forzaron la renuncia del gobernador. En Ecuador, en noviembre de 2019, hubo una insurrección masiva contra el gobierno de Lenín Moreno que realmente planteó la cuestión del poder, ya que el gobierno se vio obligado a huir de la capital, Quito. En Chile, entre octubre y diciembre de ese mismo año, asistimos a un prolongado movimiento que puso en entredicho todo el entramado político del país, establecido al final de la dictadura de Pinochet 30 años antes.

En Colombia, vimos el masivo movimiento de paro nacional de noviembre de 2019, y luego el paro nacional sin precedentes de abril-mayo de 2021, que puso el último clavo en el ataúd del gobierno de Duque y el uribismo que estaba detrás de él.

En todos estos movimientos, en un grado u otro, se planteó la cuestión del poder. Las masas obreras y campesinas, con la juventud revolucionaria al frente, no se limitaron a marchar de A a B para oponerse a tal o cual política. Hablamos de manifestaciones de masas, enfrentamientos con la policía que dejaron decenas de muertos, el país paralizado por huelgas y bloqueos, la organización de la autodefensa, todo ello condujo a una situación en la que la principal consigna de los movimientos se convirtió en el derrocamiento del gobierno existente.

Lo que faltó en todos y cada uno de los casos -lo vemos con particular claridad en Ecuador y Chile, donde las cosas fueron más lejos- fue una dirección revolucionaria plenamente consciente de lo que se requería: desarrollar las organizaciones embrionarias del poder obrero que entonces surgían más o menos espontáneamente (comités de huelga, cabildos abiertos, asambleas populares, guardias indígenas y populares, la Primera Línea) en una estructura nacional compuesta por delegados elegidos y revocables en cualquier momento, y que esta ‘asamblea nacional del pueblo trabajador’ tomara el poder.

Como faltaba este factor crucial -lo que los marxistas describimos como el «factor subjetivo», la dirección revolucionaria-, la clase dominante pudo derrotar a los movimientos. Lo hizo, no aplastándolos por la fuerza, aunque hubo una represión brutal como ya se ha mencionado, sino más bien por medios parlamentarios burgueses. Este fue el caso de Chile, donde el estallido fue desviado hacia el cauce parlamentario inocuo de una Convención Constituyente convocada por las estructuras existentes del Estado capitalista. Una vez que las masas salieron de las calles, la clase dominante pasó a la contraofensiva.

En Colombia, la falta de una dirección nacional clara para el paro nacional de 2021 hizo que el movimiento se disipara, tras semanas de lucha, y finalmente las masas buscaron una solución en la arena electoral, a través de la elección de Gustavo Petro en junio de 2022. En Ecuador, la elección del banquero Lasso como presidente en 2021, por el más estrecho de los márgenes y sólo debido a la división de las fuerzas que contaban con el apoyo de obreros y campesinos, sentó las bases para un nuevo paro nacional en junio de 2022. Nada se ha resuelto.

En Bolivia, el derrocamiento del gobierno de Evo Morales en 2019 duró poco. La heroica resistencia de las masas no permitió a la oligarquía reaccionaria establecerse firmemente en el poder. En menos de un año, nuevas elecciones habían llevado a Arce, del MAS, a la presidencia.

El carácter de la nueva «ola progresista”

Lo que se está describiendo como la «nueva ola progresista» en América Latina es el resultado de esta situación. Se trata de gobiernos variados, cada uno con sus propias características.

Boric, en Chile, es quizás el más derechista de todos ellos. Partiendo de la posición de la «izquierda» posmodernista, obsesionada por las cuestiones de identidad frente a las de clase, y por los símbolos más que por las condiciones materiales, Boric se ha desplazado muy rápidamente hacia la derecha. Un gobierno que prometió la autodeterminación del pueblo mapuche, ha acabado militarizando el Wallmapu y encarcelando a los dirigentes de las organizaciones mapuches radicales.

Un gobierno que llegó al poder prometiendo una profunda reforma de la odiada policía de carabineros, ha acabado aprobando una ley que consagra su impunidad cuando usan armas de fuego contra civiles. Desde el principio, Boric apoyó abiertamente los intereses generales del imperialismo estadounidense en la región y a escala internacional (atacando a Venezuela en particular).

En Argentina, tenemos un gobierno que es una coalición inestable entre dos alas del histórico movimiento peronista. Alberto Fernández representa un ala que mira más hacia la clase dominante, mientras que Cristina Fernández representa al kirchnerismo, que pretende ser una corriente «nacional popular», y tiene raíces más profundas entre la clase trabajadora y los pobres. Pero al final, enfrentado a una profunda crisis económica, la fuga de capitales, una elevada inflación y la amenaza de un impago de la deuda, este gobierno en su conjunto (los de Alberto y los de Cristina) ha aceptado un acuerdo con el FMI que lo ata a una política de ajuste fiscal (es decir, hacer que los trabajadores carguen con el peso de la crisis capitalista). A pesar de las protestas y los gestos demagógicos, los kirchneristas son corresponsables de esta política antiobrera. Al final lo que prevalece es la salvación del régimen burgués y su “gobernabilidad”.

El gobierno de Lula en Brasil comienza donde terminó el de Dilma en términos de su giro a la derecha. Se trata, de nuevo, de un gobierno de colaboración de clases y unidad nacional. La elección del compañero de fórmula no fue casual: Alckmin es uno de los principales representantes políticos de la clase dominante. El mensaje era claro y lo repitió Lula hasta la saciedad en la campaña: somos los mejores gestores de los intereses de la clase dominante. Al llegar al poder, Lula ha hecho todo tipo de acuerdos con partidos burgueses en el Congreso y el Senado, y su propio Gabinete incluye incluso a bolsonaristas.

México

López Obrador, elegido en 2018 en México, ofrece un ejemplo muy claro de las ideas dominantes detrás de estos gobiernos. AMLO, como se le conoce, ha argumentado que los problemas a los que se enfrenta México se deben solamente a la corrupción, la burocracia y la mala gestión, y ha arremetido contra el neoliberalismo, abogando por el desarrollo del capitalismo nacional. Desde que llegó al poder, ha aplicado sistemáticamente su programa, que se mantiene dentro de los límites del capitalismo, recortando los salarios de los altos funcionarios, luchando contra la evasión fiscal y, en general, intentando aplicar un enfoque más frugal a la burocracia estatal.

A primera vista, si lo miramos de manera superficial, su programa parece funcionar: Ha puesto en marcha una amplia gama de programas sociales dirigidos a las capas más pobres de la sociedad, además de emprender una serie de proyectos de infraestructuras de gran envergadura. Pero, en realidad, su gobierno se ha beneficiado de una combinación particular de factores económicos que realmente no pueden durar: los altos precios del petróleo; la inversión extranjera de empresas estadounidenses que traen de vuelta parte de su producción de China a raíz del choque del COVID-19 en la cadena de suministros; y, como resultado de esto, un peso fuerte.

A diferencia de los países de Sudamérica, más vinculados a la economía china, México está muy dominado por su poderoso vecino del norte. En cuanto empiece la recesión en Estados Unidos, la economía mexicana se verá duramente afectada, y el intento de aplicar reformas limitadas y un programa de desarrollo nacional dentro de los límites del capitalismo se mostrará como lo que es: una quimera.

También en el caso de México, el gobierno de López Obrador ha trabajado para restablecer la legitimidad de las instituciones burguesas empañadas por décadas de gobiernos corruptos, fraude electoral y represión estatal.

Perú

Merece la pena estudiar en detalle el caso de Perú. Aquí la elección de Pedro Castillo en junio de 2021, como candidato de Perú Libre, fue un punto de inflexión importante. Representaba la aspiración de las masas a romper con el pasado, con el legado de la dictadura de Fujimori, sus políticas ultraliberales y 20 años en los que todos los presidentes electos las habían traicionado.

Aunque Perú Libre se autodenomina marxista, leninista y mariateguista, su política es en realidad un refrito de la vieja política de las dos etapas del estalinismo. El programa del partido habla de una «economía popular con mercados», en la que se frene el poder de las multinacionales y se fomenten las «empresas productivas». El propio Castillo, aunque no es miembro del partido, hizo campaña bajo el lema de «nunca más, pobres en un país rico», prometiendo renegociar los contratos con las multinacionales mineras (y si se negaban, expropiarlas), nacionalizar el gas y utilizar los beneficios para proporcionar educación, sanidad, vivienda y empleo para todos.

Este programa, limitado como era, chocaba frontalmente con los intereses de la oligarquía capitalista y los de las poderosas multinacionales mineras (de Canadá, EEUU, China y Gran Bretaña), respaldadas por el imperialismo. Desde el primer día de su presidencia, Castillo sufrió enormes presiones, fue objeto de una campaña de demonización por parte de los medios de comunicación capitalistas de Perú, altamente concentrados, y se enfrentó al constante sabotaje del Congreso, dominado por la oligarquía. Su respuesta fue hacer concesiones (destitución del ministro de Asuntos Exteriores, del primer ministro y del ministro de Trabajo) y aguar su programa (en relación con las multinacionales mineras y del gas).

Sin embargo, lejos de apaciguar a la clase dominante, sus concesiones fueron vistas como un signo de debilidad e invitaron a una mayor agresión, al tiempo que debilitaron su apoyo entre los trabajadores, los campesinos y los pobres. Finalmente, en diciembre de 2022, cuando apenas llevaba 16 meses en el poder, la oligarquía capitalista (con el visto bueno de la embajada estadounidense) dio un golpe de Estado y encarceló a Castillo.

La respuesta de las masas fue heroica y ejemplar. Durante dos meses, ocuparon las calles, organizaron huelgas masivas y marcharon sobre la capital, Lima, desafiando la brutal represión del régimen de Boluarte, que utilizó a la policía y al ejército contra manifestantes desarmados, matando a más de 60 (en sí, un recuento conservador).

La principal lección del gobierno de Castillo es que incluso un programa moderado y limitado de reformas pondrá a cualquiera que intente llevarlas a cabo (y Castillo se retractó de su propio programa desde el primer día) en rumbo de colisión con la clase dominante y el imperialismo. Estos no dudarán en utilizar todos los medios a su disposición (los medios de comunicación, las redes sociales, la opinión pública burguesa, el poder judicial, el aparato estatal y, en última instancia, la policía y el ejército) para socavar dicho gobierno y, finalmente, si es necesario, derrocarlo. A pesar de su moderación, Petro también se enfrenta en Colombia precisamente a una campaña de este tipo.

La actitud de la oligarquía capitalista y del imperialismo

La actitud de la clase dominante y del imperialismo hacia los gobiernos de estos países es mixta. Por un lado, los capitalistas quieren «estabilidad para hacer negocios» (es decir, para explotar a los obreros y campesinos). En la medida en que estos gobiernos son capaces de proporcionarla, adoptan un punto de vista pragmático y están dispuestos a tolerarlos aunque a veces sea a regañadientes.

Por otra parte, estos gobiernos han sido impulsados al poder, en uno u otro grado, por las aspiraciones de las masas de trabajadores y campesinos a una vida mejor. A pesar de sus programas moderados, la oligarquía capitalista dominante en América Latina, especialmente reaccionaria, no puede permitir que se cuestione su poder, su riqueza y sus privilegios, por muy limitados que sean (¡Dios nos libre de que se les pida que paguen impuestos! por ejemplo).

Políticos como Gustavo Petro en Colombia, por tanto, aunque no sean exactamente revolucionarios incontrolados, sino todo lo contrario, se enfrentan a una constante campaña de demonización en los medios de comunicación, y están siendo socavados mediante complots por parte de sectores del aparato estatal, y en algunos casos mediante intentos de movilizar a capas de la clase media contra ellos. Hemos asistido a acontecimientos similares en México.

Petro, López Obrador y otros son acusados de «castrochavistas», comunistas o cosas peores. ¡Ojalá lo fueran! En su discurso de victoria tras ganar las elecciones en Colombia, Gustavo Petro dijo abiertamente: «nosotros vamos a desarrollar el capitalismo en Colombia». Durante su campaña electoral, incluso firmó un documento jurídico vinculante por el que se comprometía a no llevar a cabo ninguna expropiación.

El problema es que en el período de decadencia senil del capitalismo, particularmente en los países que están bajo la dominación del imperialismo, es imposible llevar a cabo ningún tipo de desarrollo nacional, ni satisfacer las acuciantes necesidades de las masas en materia de vivienda, empleo, educación, sanidad y pensiones, sin hacer incursiones en la propiedad de los terratenientes, banqueros, capitalistas y multinacionales. Como se ha demostrado en Perú, incluso la exigencia de renegociar los contratos mineros para aumentar los impuestos y las regalías es un anatema para los vampiros chupasangres de las multinacionales mineras.

Si estos gobiernos son, durante un tiempo, demasiado fuertes para ser derrocados, los capitalistas están dispuestos a aceptar la situación y esperar su momento, mientras que al mismo tiempo utilizan todos los medios a su alcance para socavarlos. Una vez que estos gobiernos han sido desacreditados y ya no sirven para adormecer a las masas en la pasividad, entonces son descartados, por cualquier medio necesario.

Obviamente, detrás de la atrasada oligarquía local -una clase dirigente especialmente despreciable, impregnada de un asentado odio y miedo a las masas, combinado con un racismo profundamente arraigado- se encuentra el imperialismo estadounidense, que siempre ha considerado el continente como su patio trasero. Desde la proclamación de la doctrina Monroe en 1823 («América para los americanos»), Washington se ha abrogado el derecho a destituir y derrocar a los gobiernos que no sean de su agrado.

Como dijo una vez el criminal Henry Kissinger: «No veo por qué tenemos que quedarnos de brazos cruzados viendo cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su pueblo. Lo que está en juego es demasiado importantes como para dejar que los votantes chilenos decidan por sí mismos.» Esto resume la actitud real del imperialismo estadounidense hacia la democracia burguesa.

En relación a esto, es común en los círculos progresistas de América Latina hablar de «lawfare», es decir, la práctica de utilizar el poder judicial para socavar y destituir a los «gobiernos progresistas». Esto puede verse, por ejemplo, en la investigación Lava Jato en Brasil, una operación políticamente motivada para destruir al PT y desmoralizar a la clase trabajadora, utilizando la corrupción como un ariete conveniente.

La investigación rompió todas las reglas de la legalidad burguesa. No importaba. El objetivo principal fue alcanzado: Lula fue encarcelado y por lo tanto se le impidió presentarse a las elecciones, el PT fue completamente desacreditado y el juez Moro, responsable del caso, se convirtió en ministro del gobierno reaccionario de Bolsonaro. Métodos similares se habían utilizado en 2016 para provocar el impeachment de Dilma Rousseff, sucesora de Lula en la presidencia del país por el PT.

Ahora vemos un desarrollo similar en Argentina, donde el poder judicial ha tomado medidas para impedir que Cristina Kirchner se presente a las elecciones. El objetivo, una vez más, es claro: destituir a una figura política que, a pesar de su programa burgués, conserva vínculos con las masas y a veces utiliza un lenguaje demagógico contra el FMI, que puede llegar a ser peligroso, no tanto por Cristina en sí, sino por las masas que escuchan esos discursos. También se han utilizado procedimientos judiciales contra el ecuatoriano Rafael Correa y otros.

Pero, ¿puede calificarse esto de «lawfare» que implica un uso indebido del poder judicial? ¿Es realmente un fenómeno nuevo? Sólo se puede llegar a la primera conclusión si partimos de la base de que el poder judicial es un órgano independiente e imparcial. En realidad, no existe un «Estado de Derecho» que esté por encima y al margen de los intereses de la clase dominante. La justicia en una sociedad burguesa siempre ha sido una justicia de clase, en beneficio de los capitalistas.

Por supuesto, para que esta ficción funcione, en la mayoría de los casos se respetan las reglas. Pero la clase dominante nunca ha dudado en doblegar o romper sus propias reglas si era necesario para defender su riqueza y su propiedad. No hay nada nuevo en el «lawfare». Y el uso clasista abierto del poder judicial para defender los intereses de la podrida oligarquía capitalista debería utilizarse, no para exigir un sistema judicial genuinamente «justo», que no puede existir en una sociedad dividida en clases, sino más bien para desenmascarar el verdadero carácter del llamado «Estado de derecho» burgués.

La primera y la segunda «olas progresistas”

El carácter de estos gobiernos actuales -que en su conjunto son mucho más débiles, mansos y en general más reaccionarios en sus políticas que los de la «ola progresista» precedente- viene determinado por el hecho de que no pueden contar ni siquiera con el limitado margen de maniobra del que disfrutaron los de la primera ola en 2005-15.

La situación económica de América Latina es de grave crisis capitalista. La región fue la más afectada del mundo por la pandemia, tanto por el número de muertos como por el impacto socioeconómico. En los diez años hasta 2023, el PIB de la región ha crecido a una media del 0,8 por ciento, lo que si se tiene en cuenta el crecimiento demográfico significa un retroceso, más que un estancamiento. A modo de comparación, durante la ‘década perdida’ de los años 1980, el crecimiento medio fue del 2%.

Al comentar estas cifras, José Manuel Salazar-Xirinachs, responsable de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) de la ONU, dijo: «Esto es terrible, realmente encender todos los focos rojos».

En lugar de un «superciclo» de altos precios de las materias primas como el que disfrutó la anterior oleada de «gobiernos progresistas», ahora nos enfrentamos a un período de crisis capitalista mundial, agravada por la fuerte desaceleración de la economía china, el retroceso de la globalización, etc. Los países de América Latina, completamente integrados y dependientes del mercado mundial, sufrirán especialmente.

Esto no quiere decir que no pueda haber contracorrientes temporales. Actualmente hay una gran demanda de ciertos minerales relacionados con la transición a los vehículos eléctricos (litio); algunos países se han beneficiado de los altos precios de la energía impulsados en parte por la guerra en Ucrania y las sanciones a Rusia; México ha recibido inversiones de empresas estadounidenses que «relocalizan» su producción de China a zonas más cercanas. Todos estos factores son limitados en su impacto y limitados en el tiempo. La recesión mundial que se avecina provocará una fuerte contracción de la demanda de materias primas, minerales y fuentes de energía, de cuya exportación dependen las economías latinoamericanas.

Esta nueva «ola rosa» u «ola de gobiernos progresistas» -como quieran llamarlos- no será, desde luego, más fuerte que la primera. Todo lo contrario. Desde el principio, se enfrenta a una grave crisis del capitalismo y se verá obligada a aplicar medidas antiobreras. En algunos casos ya lo están haciendo. Las masas no permanecerán pasivas. Un gobierno elegido por las masas, y en el que éstas han depositado ilusiones de cambio, puede provocar, por supuesto, un cierto período de desilusión o desmoralización cuando lleva a cabo políticas favorables a la clase dominante. Pero tan inevitablemente como que la noche sigue al día, los obreros y campesinos se verán espoleados a la acción en un intento de defender sus condiciones de vida y revertir los ataques.

Debemos sacar las lecciones necesarias: incluso las tareas nacionales y democráticas de la revolución que están pendientes en diferentes grados en los distintos países latinoamericanos, sólo pueden realizarse plenamente mediante el derrocamiento del capitalismo y la toma del poder por parte de la clase obrera a la cabeza de todas las capas oprimidas de la sociedad. Dentro de los límites del capitalismo, ninguno de estos problemas puede resolverse. Esta conclusión, que puede extraerse en la práctica de la experiencia de las últimas décadas e incluso de los dos siglos transcurridos desde que las naciones latinoamericanas alcanzaron la independencia formal, es la misma que formuló Trotsky en su teoría de la revolución permanente.

Esta fue además la política de la Internacional Comunista en sus primeros años eninistas con respecto a América Latina. La misma política fue formulada por comunistas latinoamericanos como el peruano José Carlos Mariátegui y el cubano Julio Antonio Mella en la década de 1920 en polémica justamente contra aquellos que pretendían separar la lucha anti-imperialista de la revolución socialista (como el APRA de Haya de la Torre). Sólo la revolución socialista puede empezar a abordar los problemas de atraso, opresión nacional, reforma agraria, vivienda, empleo, educación y salud a los que se enfrentan decenas de millones de trabajadores y pobres en todo este rico continente. Esto significa la expropiación de la minúscula y podrida oligarquía capitalista de terratenientes, industriales y banqueros, atados por mil lazos a la dominación del imperialismo.

La perspectiva para América Latina, como para el mundo en su conjunto, es de agitación y tensión, de grandes batallas y convulsiones revolucionarias. Una y otra vez se planteará la cuestión del poder, la cuestión de quien gobierna, si la parasitaria oligarquía capitalista o el pueblo trabajador. La tarea más urgente para los revolucionarios de todo el continente es extraer las lecciones necesarias de los últimos 25 años a fin de prepararse para las batallas que se avecinan.

El capitalismo, en su época de decadencia senil, no puede gestionarse «mejor», ni de forma que beneficie a la masa de los trabajadores. La lucha no es contra el neoliberalismo, sino por el derrocamiento del sistema capitalista en su conjunto y la toma del poder por la clase obrera. Confiamos plenamente en la capacidad de la clase trabajadora para transformar la sociedad y tomar el futuro en sus manos. Necesitamos urgentemente construir la dirección revolucionaria necesaria para llevar la lucha a la victoria.