El presente número de «América Socialista -En Defensa del Marxismo» compone de una serie de artículos que tratan de un tema muy interesante: la decadencia del feudalismo y la fase temprana del desarrollo capitalista, que Marx describió como la acumulación primitiva del capital.
Marx escribió en El Capital que «Si el dinero nace con manchas naturales de sangre en un carrillo, el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza». En ninguna parte esta afirmación es más relevante que en la sangrienta historia de la violación de América por una serie de naciones europeas, especialmente los ingleses en el norte y los españoles en el sur.
La conquista de las Américas por parte de España es uno de los episodios más espantosos de los anales ensangrentados de la historia de la humanidad. Al analizarlo, Jorge Martín y Ubaldo Oropeza abordan con cierta profundidad otra cuestión fascinante: el carácter de las sociedades americanas antes de la conquista española, las razones de su colapso y la consiguiente conquista, así como el papel de la conquista en el desarrollo del capitalismo.
Un segundo artículo, separado pero relacionado, es el que escribí hace algún tiempo sobre el gran escritor español Cervantes, autor de Don Quijote, que describe la sociedad española en el mismo periodo. Siguiendo el mismo tema, Pascal Cueto escribe sobre el levantamiento de 1780 de Túpac Amaru II contra el dominio español.
Por último, volvemos a publicar un importante pero inacabado y poco conocido artículo de Engels sobre el declive del feudalismo y el ascenso de la burguesía, que merece una audiencia mucho más amplia.
La destrucción de las Américas
“El humo se está levantando; la niebla se está extendiendo…
Llorad, amigos míos
tened entendido que con estos hechos
hemos perdido la nación mexicana.”.
Líneas escritas por un poeta azteca desconocido.
Cuando los españoles llegaron por primera vez a México, el país era el hogar de un Estado floreciente con una población de 22 millones de habitantes. Ochenta años más tarde su cultura había sido destruida, su economía estaba en ruinas y su pueblo esclavizado. El 90% de la población había perdido la vida, ya sea masacrada por los españoles y sus aliados, o por hambre o enfermedades que diezmaron comunidades enteras.
Esto fue un genocidio a una escala horrorosa. Los españoles arrasaron el país, quemando, asesinando y esclavizando. Llevando por delante el estandarte de la Cruz cristiana, aniquilaban sistemáticamente a los hombres, y marcaban a las mujeres y a los niños en la cara y los vendían como esclavos.
El último jefe azteca, Cuauhtémoc, fue torturado con fuego para obligarlo a revelar dónde estaba el oro, y luego colgado cuando los españoles no encontraron las cantidades de oro que esperaban. La vasta y próspera ciudad lacustre de Tenochtitlán fue quemada, saqueada y destruida.
Genocidio espiritual
Las actividades destructivas de los españoles redujeron a un pueblo orgulloso a una condición abyecta de servidumbre y desesperación. Su esclavitud física iba acompañada de desmoralización, enfermedades, depresión y alcoholismo. Pero el genocidio de los nativos americanos no se detuvo en el exterminio físico, sino que también implicaba un intento de destruir su arte, religión y cultura.
Después de que los conquistadores hubieran esclavizado a los aztecas a fuego y espada, hordas de sacerdotes fanáticos se lanzaron sobre ellos como langostas hambrientas, codiciosas de almas cautivas. Con el fin de erradicar todos los rastros de la cultura nativa, construyeron iglesias cristianas sobre los restos de sus pirámides y lugares de culto. Obras de arte de valor incalculable fueron refundidas en lingotes de oro o en enormes reliquias cristianas de poco o ningún valor estético.
Hace mucho tiempo visité una antigua iglesia en Cádiz (creo que allí era) donde se exhibían una serie de reliquias cristianas que en su mayoría datan del período de la conquista de las Américas. Estos artefactos pueden haber servido para impresionar a la gente, aunque sólo fuera por las enormes cantidades de oro y plata empleadas en su producción.
Pero debo confesar que encontré estas pomposas reliquias de superstición completamente insípidas desde un punto de vista artístico y me asqueó el pensamiento de las muchas valiosas obras de arte que fueron destruidas en su creación. Aún más repugnante fue la idea de esos millones de hombres, mujeres y niños cuyas vidas fueron sacrificadas en el monstruoso altar del Capital, disfrazado con las túnicas de un sacerdote católico.
Pero los españoles no tenían el monopolio de la violencia y la crueldad en esos tiempos oscuros. El período de acumulación primitiva del capital está lleno de las historias más terribles de explotación, opresión vil, esclavitud y asesinato en masa perpetrados por europeos «civilizados» de diferentes naciones.
Desde la brutal expropiación de los campesinos escoceses e irlandeses, hasta la matanza deliberada de nativos americanos por colonos europeos usando mantas infectadas con viruela, hasta la monstruosa trata de esclavos en África, que mantuvo las plantaciones en el Caribe provistas de mano de obra barata y a los comerciantes de Liverpool y Bristol en una vida de ocioso lujo. Tal brutalidad parecía no tener fin.
¿Se puede juzgar la historia desde el punto de vista de la moral?
Edward Gibbon escribió en su obra maestra, La Historia de la Decadencia y Ruina del Imperio Romano, que la historia es «de hecho, poco más que el registro de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad». Gibbon era un escritor maravilloso, un verdadero hombre de la Ilustración. Pero su interpretación de la historia es unilateral y profundamente errónea.
Nuestros postmodernistas no tienen ninguna de sus virtudes y no han avanzado ni un solo paso más allá de su análisis cuando alegan que no existe tal cosa como el progreso, que una sociedad es tan buena o mala como otra y que la historia no tiene sentido.
Esencialmente, su lectura de la historia (en la medida en que ésta existe) se reduce a la moralización sentimental. Eso ciertamente no tiene sentido, o en cualquier caso, es incapaz de decirnos nada significativo sobre la historia, que sigue siendo para ellos un libro sellado con siete llaves.
Leer los anales empapados de sangre de este período nos llena de un profundo sentido de indignación y asco, sin embargo, la moral y los sentimientos de repugnancia son de tan poco valor para comprender la historia de la humanidad como lo serían para un cirujano que se esfuerza por salvar la vida del paciente con su bisturí.
Las fuerzas motrices de la historia nunca tuvieron el más mínimo contenido moral o ético. Por el contrario, la moralidad y la ética de cada período se derivan en última instancia de un intento de justificar las relaciones de propiedad existentes que están santificadas por sus leyes.
La historia no puede reducirse a la moral, la religión, la política o la filosofía. Estos son reflejos, más o menos distorsionados en las mentes de los hombres, de las relaciones sociales reales. Constituyen meramente las ilusiones dominantes de la época. Las condiciones reales del desarrollo social (y por lo tanto humano) tienen un contenido material, no ideal, y mucho menos ético.
«El dinero no apesta»
Cuando el emperador romano Vespasiano (que gobernó entre el 69–79 d.C.) fue reprendido por su fastidioso hijo Tito por introducir un impuesto sobre la recolección de orina, se supone que respondió pecunia non olet, que significa «el dinero no apesta». La intención era mostrar que el dinero no se contamina, independientemente de sus orígenes.
Esta idea es tan atractiva para los banqueros y capitalistas que la han elevado a un principio que ha perdurado durante siglos y aún se mantiene en nuestros propios tiempos, cuando el sistema cruelmente opresivo y explotador de la economía de mercado se disfraza cuidadosamente bajo un grueso manto de hipocresía moral.
Sin embargo, en última instancia, el progreso de la sociedad solo puede medirse por el desarrollo de las fuerzas productivas. Ese es el verdadero fundamento sobre el cual todos los demás elementos de lo que se llama «civilización», toda la vida intelectual, científica, filosófica y artística, pueden florecer y desarrollarse.
Como dice Marx en La Ideología Alemana: la «suma de fuerzas productivas, capitales y formas de relación social», son las condiciones de la vida misma.
El oro que los esclavos extraían en las minas de lo que se conocía como el Nuevo Mundo, no salvó a la España imperial. Ayudó a destruirla desde dentro de sus entrañas. España fue desplazada por Inglaterra, la potencia marítima más poderosa, que en el espacio de un siglo disfrutó prácticamente de un monopolio del comercio y la manufactura.
La riqueza creada a partir de la sangre, el sudor y las lágrimas de generaciones de esclavos y trabajadores por igual, ingresó como parte integrante del Capital. Este fue utilizado para alimentar una de las más grandes revoluciones en la historia de la humanidad: la Revolución Industrial. Y de ese horno ardiente salió el proletariado moderno, la clase que está destinada a expropiar a los expropiadores.
La base material del socialismo
Lenin señaló que el socialismo se construirá «con el material que el capitalismo nos dejó», porque «no tenemos otros ladrillos con los que construir». Karl Marx explica que el socialismo presupone un nivel de desarrollo en el que el capitalismo se ha convertido en el modo dominante de producción a escala mundial.
Ahora vivimos en la época del imperialismo, donde la industria a gran escala, el capital financiero y los monopolios han establecido un papel dominante, y la estrechez del estado nacional se ve desafiada por el surgimiento de una economía global.
Hoy podemos llorar por el destino de los mayas, los aztecas y los incas. Su contribución a la suma total de la cultura y la civilización humana es inmortal y, a pesar del vandalismo de los conquistadores, nunca será olvidada. Pero limitarse a ver el pasado, como Edward Gibbon, como una lista interminable de crímenes e injusticias es demasiado unilateral y pierde de vista lo esencial.
El verdadero significado de la historia es precisamente que el desarrollo de las fuerzas productivas, que se logró con siglos de la más espantosa opresión y explotación de las masas, ha creado las condiciones materiales necesarias para el establecimiento de una forma superior de sociedad humana: el socialismo mundial.
La humanidad no puede vivir soñando con un regreso a un pasado que se ha ido para siempre. En nuestro vocabulario no hay lugar para la palabra sentimentalismo. Un hombre o una mujer que se ha convertido en un adulto nunca puede volver a una infancia perdida. Del mismo modo, aquellos que presentan una visión de las sociedades pasadas bajo una luz idealizada pueden ser justamente considerados como infantiles. Aquellos que sueñan con retroceder, volver a un pasado imaginario, cuando todo era dulzura y luz, sólo pueden desempeñar un papel reaccionario.
La humanidad no puede esperar alcanzar su plena estatura soñando con volver a un pasado inexistente, sino luchando por un futuro nuevo y mejor. La tarea histórica de la clase obrera es poner fin a toda explotación, opresión e injusticia, y dar un golpe que finalmente traiga la tan anhelada venganza por todo el dolor, el derramamiento de sangre y el sufrimiento que se ha infligido a la humanidad durante tantos siglos.
Londres, 23 de noviembre de 2022